Annaliese Holland tenía 12 años cuando acudió al hospital por un dolor pélvico que no dejaba de intensificarse. Lo que parecía un malestar común se convirtió en una enfermedad devastadora que la acompañó por más de una década. Tras múltiples estudios y una cirugía por endometriosis, su estado continuó deteriorándose hasta presentar presión intestinal extrema y episodios tan severos que llegó a vomitar heces.
Con el tiempo, los médicos determinaron que había perdido gran parte del intestino y padecía insuficiencia intestinal, condición que le impedía absorber nutrientes. Desde entonces dependió de nutrición parenteral total y dejó de comer por completo. “Llevo diez años sin poder comer”, relató.
A los 18 años recibió atención en Melbourne, donde finalmente le diagnosticaron ganglionopatía autonómica autoinmune, un trastorno neurológico que afecta funciones vitales. Aunque grave, para Annaliese representó un alivio porque por primera vez conocía el origen de su deterioro. A partir de ese momento enfrentó enfermedades secundarias como trastorno de Addison, múltiples fracturas, necrosis dental, más de veinte episodios de sepsis y estancias constantes en terapia intensiva. “Cada vez que la ingresan al hospital, lucha por su vida”, explicó su padre, Patrick.
En 2022 le notificaron que su enfermedad era terminal. El dolor extremo, las hospitalizaciones frecuentes y la incertidumbre diaria llevaron a Annaliese a solicitar su ingreso al programa de muerte asistida voluntaria disponible en Australia Meridional. Su determinación se fortaleció al acompañar a su amiga Lily Tai en el mismo proceso. La aprobación llegó en noviembre de 2025, decisión que recibió entre lágrimas de alivio. “No quiero despertarme cada día con la ansiedad del dolor”, dijo.
Antes de anunciarlo públicamente, miró a su padre y le pidió: “Papá, por favor déjame ir”. Él la comprendió. Ahora Annaliese solo esperaba elegir el momento adecuado, pensando en el menor impacto posible para su familia. “No es rendirse, es que ya tuve suficiente”, concluyó.
